Una vida tomatera // #CuentoTallaS
Friccionar. Soy un tomate ecológico, la aristocracia del lineal del supermercado. Aunque no seas capaz de escucharnos porque nuestra frecuencia de onda es otra, podemos hablar. Los pepinos son especialmente charlatanes, y ruidosos: les encanta friccionarse los unos con otros. Tal vez sea por una cuestión de piel.
Fosforito.
Las frutas y las hortalizas nos consideramos los seres superiores del reino
vegetal por nuestra relación con los humanos. Y ese vínculo privilegiado va
acompañado de una sentencia de muerte. Las hortalizas somos los pilares, y las
raíces, de la civilización: la Humanidad cree que nos ha domesticado, que
transformó a los antepasados salvajes hibridándolos hasta convertirnos en
pacíficos aliados, aunque somos nosotros los que os hemos cambiado. Os trasformamos
en sedentarios, os atamos a la tierra. Por nosotros, pertenecéis a un lugar.
Hemos esclavizado a los campesinos, que tienen que habitar cerca de nuestros
tallos y troncos y que deben deslomarse para complacernos. Requerimos cuidados,
muchos cuidados: los enemigos nos rondan, en el suelo y en el aire, gigantes y
diminutos, visible e invisibles. Os cobráis los mimos pasándonos a cuchillo.
Solo hay dos finales: la putrefacción o la consumición. Creemos que las
conservas son una no-vida. La fruta escarchada es una aberración: condenar al
melón al verde fosforito debería estar prohibido por los tratados
internacionales.
Mermelada. Al
ser de clase alta, provengo de un invernadero. La mayoría de mis colegas son
unos sin techo. He tenido el privilegio crecer entre tres paredes,
aunque fueran de plástico. Y siempre hemos tenido ducha en casa. La vida a la
intemperie es otra cosa: he escuchado relatos estremecedores de los
supervivientes del granizo. Horribles mutilaciones, cuerpos despedazados. Morir
por aplastamiento, y a la vista de tus hermanos, es cruel. Al menos nosotros
servimos para mermelada. ¿Qué contarían los hombres y las mujeres salvados de
una tormenta de meteoritos? Que se lo digan a los dinosaurios. Por suerte se
extinguieron. De generación en generación se cuentan –con miedo hasta las
pepitas– las aterradoras historias sobre la voracidad de los mamenquisaurios.
Aunque sus descendientes, los pájaros, siguen dándonos: los picotazos duelen. A
un primo mío le hicieron tantos agujeros que lo llamaban El Minero.
Poliamor.
Los ecológicos hemos recibido una educación libre: de tóxicos (aunque no sé yo
si el hidróxido de cobre…). Y por eso nos consideramos superiores a los que
provienen de la agricultura convencional, bañados en químicos. Nos creemos más
puros, más naturales, aunque es falso porque el origen del colectivo es
mestizo. Hace mucho que en nuestras familias se practica el poliamor.
Uniformidad. El
supermercado y el hipermercado son los únicos lugares donde nos encontramos
todos, los encerados y los deslustrados, los eco y los otros, los
locales y los foráneos. Nosotros estamos apartados, en un espacio acotado,
lejos de los tumultos, las aglomeraciones y las pirámides. Existe una cierta
amplitud en nuestro hábitat porque somos menos. Los normales nos llaman feos
para desahogarse. Las manzanas rojas, con una piel tan brillante que obliga a
mirarlas con gafas de sol, nos odian porque somos diferentes: contrahechos,
manchados, irregulares. Nuestra belleza está en la imperfección. Desde el nacimiento
nos dijeron que lo importante era el interior. Y a esa gilipollez nos acogemos
para sobrevivir entre la mayoría clónica: con el mismo aspecto, el mismo peso,
la misma aburrida uniformidad. También somos más caros y vivimos menos en las
neveras de ciudadanos. Se dice que en algún cajón verdulero hay ejemplares
olvidados de tomates con decenas de años: son los llamados larga vida. Creo que es una leyenda, una mentira contada por las
manzanas para dar miedo. Explican que si esos zombis te tocan, te consumes.
Huerta. Hay un rumor en la verdulería. Según dicen, esta
noche van a venir a por nosotros. Los pimientos están inquietos. Las cebollas
comienzan a llorar. Según dicen, las lechugas asaltarán nuestro expositor a
media noche. Son de Km 0. De proximidad. De la huerta del tío Ramón. Y nosotros
hemos llegado del extranjero. Inmigrantes, susurran. De Marruecos, musitan. Nos
os queremos. Fuera. Volved a casa. Largaos. Creo que nunca llegaré a ver una
ensalada.
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