Mi mejor amigo // #CuentoTallaS




Estibador. Fran era cautivador. Manejaba la simpatía como los estibadores la maquinaria pesada: con seguridad y firmeza, y la certeza de que había que valer para aquello. Se había ejercitado desde niño en las artes de la sonrisa. Cuando levantaba la comisura de los labios lanzaba un lazo. Mujeres y hombres quedaban atrapados igual que el ganado vacuno en los rodeos. A diferencia de los terneros, que mugían aterrados, sus víctimas sonreían mientras, inmovilizadas, les anudaba las pezuñas. Era un atento profesional, que nunca descuidaba un elogio, que alababa retoques de pelos y de barbas, que recordaba fechas de cumpleaños, que abría puertas con la dignidad de los mayordomos.


Asepsia. El modo de existir de Fran era la cordialidad, aunque calculaba cada acción con la asepsia del contable. Cuando pretendía conseguir algo, multiplicaba las atenciones sobre el objetivo, que se sometía a su voluntad con una satisfacción y entrega que siempre lo asombraban. Por más triunfos que acumulara, aún le sorprendía la facilidad con los que los obtenía. En él no había nada de natural, ni de espontáneo, ni de sincero. Se negaba a tener pareja porque eso le habría obligado a fingir de un modo permanente y necesitaba ser un miserable feliz en privado, al menos unas horas al día. Fran seducía a todos excepto a sí mismo: se sabía un mentiroso y un aprovechado. Por las noches, en casa, planificaba metas con la contundencia de los generales. ¿Cómo conseguir ir gratis a un concierto? ¿De qué manera pasar un fin de semana en la casa de campo del conocido de un conocido? ¿Cómo escaquearse unas horas en el trabajo? ¿A quién convencer de que le llevara el coche a pasar la ITV?


Harén. De muy pequeño decidió que era mejor la amabilidad que el enfado y la caradura que la responsabilidad. Exprimir a padres y familiares fue sencillo y lo demostraban la bicicleta, la moto y el coche, y sus cromados y brillos y ruedas de un negro puro, con los que lo agasajaron en distintas etapas de la vida. Comprendió el significado –y la utilidad– de la frase “mi mejor amigo”, atribución que repartía con cuidado entre varios mejores amigos para que ninguno supiera que lo era de un modo simultáneo. Cada uno recibía calculados halagos, atenciones a medida, cariños que le retornaban con intereses. Bien es cierto que, de vez en cuando, dejaba caer a uno de esos “mejores amigos” por la incapacidad de mantener el harén, lo que llevaba al afectado o afectada al desconcierto primero y al rencor después porque nunca explicaba las razones de la ruptura. Sencillamente, un día dejaba de llamar.


Bacaladilla. A veces, años después, encontraba a un ex-mejor-amigo aún dolido por la brusca e injustificada separación y lo saludaba con la misma frialdad con la que tocaba bacaladillas en la pescadería. Los abandonados eran ya multitud porque la energía, a medida que iba haciéndose mayor, se apagaba y dedicar tanto tiempo a los demás, aunque lo retornado fuera mayor que lo invertido, lo agotaba. Algunas torpezas lo delataron y muchos de los que lo tenía por un hombre generoso y abnegado comenzaron a comprender qué escondía bajo la piel. La superficie era centelleante como los cromados de la bici, la moto y el coche, pero el interior supuraba podredumbre.



Maxilofacial. En el fin de sus días, llegaron los fines de semana y Fran no tuvo adónde ir, aunque en otros tiempos se le acumulaban las citas con varios compromisos a la vez. Llegaron las vacaciones y no tuvo con quién ir, aunque en otros tiempos se peleaban por sus maletas. Llegó la Navidad y nadie lo invitó, aunque había sido un hombre disputado en las mesas familiares. Y en todos esos días de negación y olvido nunca dejó de sonreír. En la última visita, el especialista maxilofacial le comunicó que no había nada que hacer con la cara, pues tantos años con la boca en la misma posición le habían agarrotado el rostro de un modo irreversible.




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