Urgente: ir al dentista // #CuentoTallaS
Encía.
Era el último día de Sara en el sillón del dentista. El proceso había sido
largo y costoso: a medida que le crecían los dientes, se le vaciaban los
bolsillos. Regresó a la consulta después de años de dejadez y encías sangrantes
–y un ocre que era el equivalente siniestro e innoble a la pátina en los
muebles–, sin ninguna razón más que ese clic que se instalaba en la cabeza para
recordar, de forma intermitente, los asuntos aplazados.
Fanática.
Sara era una fanática de las listas y a ellas se entregaba con un intenso
placer que negaba en público. Lo mejor de hacer listas no era el cumplimiento,
sino el placer de escribirlas. Y de tachar lo ya resuelto porque permitía
comenzar una nueva ordenada, limpia de borrones y rayas (aunque repleta de
encargos viejos). Tirar la antigua a la papelera también daba gusto. “Ir al
dentista” había ido pasando de recorte en recorte. Primero durante meses;
después, durante años. Al principio en un apartado general y más tarde en uno
especializado y caduco a las pocas semanas: “¡Hacer ya!”. Sintagma en mutación
que apremiaba: “Ya-ya-ya-ya”, “urgente”, “muy urgente” y “urgentísimo”.
Esmalte. Un
día repasó lo pendiente y telefoneó a la consulta después de ver la eterna
premura dentro de un círculo trazado con rotulador fosforito. Se arrepintió
cuando quedaban dos días para la visita porque negaba la necesidad de un
encuentro con alguien armado con aparatos punzantes, convertida en una víctima
tumbada e indefensa. Llegada la mañana, desayunó con el optimismo de un
condenado a muerte. Se alegró el dentista de reencontrarse con una paciente a
la que creía perdida. Sara se sentó en el potro y el hombre pulsó un botón que
estiró el asiento con una lentitud desasosegante. Encendió una luz para
interrogar a los dientes, lo que la obligó a cerrar los ojos. Sara sintió que
le hurgaban con un bastón metálico. Solo oía el “mmmmm” profesional y el
golpeteo del acero sobre el esmalte. De vez en cuando el dentista se alejaba
con la silla con ruedas. Sara sabía que señalaba sobre un dibujo las piezas
dañadas. Cuando se alzó el respaldo con el zumbido de la mecánica, él se quitó
la máscara. La miró desde su posición superior y sentenció: “Tenemos mucho
trabajo por delante”.
Omnívora. Le
hizo de todo como si en su boca hubiera habido un choque frontal. Arrancó un
molar carcomido, colocó un tornillo quirúrgico y un sustituto de resina. Hizo
puentes, acueductos y autopistas. Sacó dos muelas del juicio. Cambió amalgamas
de otro siglo para eliminar metales pesados y las sustituyó por la ligereza de
los nuevos materiales. El proceso se dilató algunos meses porque en algún caso
fue necesaria la cirugía. A mitad del proceso, sintió que su boca cambiaba y
que si bien hasta aquel momento había sido una comensal omnívora, la dentadura
renovada le pedía mayores dosis de carnes, preferiblemente rojas.
Progresivamente fue dejando los vegetales, las frutas y los pescados y aumentó
de una forma irracional el consumo de mamíferos.
Analgésico. El
bistec se reveló de inmediato como exiguo, el paso a la hamburguesa de 200 gramos
fue natural, si bien encontró un placer transitorio con los cortes argentinos
antes de lanzarse a roer el hueso de los chuletones. La moda del tuétano le
sirvió de analgésico durante unos días de desintoxicación. Se interesó por los
lugares en los que trabajaban animales enteros. Al poco, el cochinillo resultó
insuficiente y entró en éxtasis cuando un parrillero la invitó a su finca para
el asado de un cordero abierto en canal.
Cepo.
Satisfecho por la obra, el dentista se apartó la mascarilla tras la revisión
final. Le pidió que abriera y cerrara la boca para ver si estaba cómoda y si
las piezas se ajustaban las unas con las otras. Sara sintió el poder de la
mandíbula y un hambre renovada. Abrió y cerró el cepo. El dentista se acercó
admirado por el movimiento. Sara se preguntó a qué sabría la carne humana. El
cuello le pareció muy apetecible.
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