Carles Gaig, el maratoniano de la cocina bacelonesa
















«Es mi primera baja en más de 50 años de oficio». Carles Gaig Framis (Barcelona, 1948) tiene cascada la rodilla, «desgastada», dice: medio siglo currando de pie es un martirio. Una lesión de maratoniano de la cocina.

Gaig es EL cocinero de Barcelona, veteranísimo: si no es el decano, el vicedecano. En Horta, los bisabuelos comenzaron a dar de comer a los carreteros en 1869 y él sigue, ahora en Petit Comitè y en Gaig Barcelona, mientras la rodilla se lo permita.

La Fonda Gaig, la original, el restaurante de gloria olímpica y post, ya no existe, cerró en el 2004, aunque queda en la memoria de aquellos que vivieron ese tiempo bañado en fuagrás.

Cuando en 1986, Pasqual Maragall anunció a saltitos, a modo de calentamiento, que los aros se posaban sobre la ciudad, en Barcelona comenzó la era del martillo neumático. Impulsado por el movimiento tectónico de las obras, Gaig encargó la reforma del local al arquitecto Dani Freixes, autor también de iconos 'noventaidosistas' como Zsa-Zsa Bar (1989).
Antorcha y ceniza

«Nosotros estábamos en la periferia». Horta era la periferia, con las obras de la Ronda de Dalt a modo de corona de espinas. Entonces aún se aparcaba sobre las aceras, y aunque estaba prohibido, claro, existía una permisividad solo a veces multada. Ir a Gaig, aparcar en Horta, subir las cuatro ruedas a la acera.

En 1993, cuando la antorcha olímpica estaba apagada y ya todo era ceniza, llegó el brillo particular: «Nos dieron la estrella. Y fue el auténtico impulso». Esa estrella los fue siguiendo en los sucesivos traslados, siempre con su socia y pareja, Fina Navarro, hasta la extinción. Medio siglo de carrera dan para alegrías y planchazos.

El 92 obligó al cocinero a una vida desdoblada: «Coincidió con la Expo de Sevilla. Llevamos nuestros platos al pabellón de España: los canelones, el arroz de pichón con 'ceps', las espardenyes'...». Barcelona en Sevilla, en esa locura veraniega que convirtió España en una verbena de sur a este, el cielo cubierto por bombillitas.

La de Gaig ha sido una vanguardia tranquila, sin sobresaltos, con 'hitazos' noventeros que siguen vigentes: la ensalada de 'ous de reig' y' morrets' de ternera, el 'suquet' de gambes y 'espardenyes', la 'llata' con salsa de fricandó o el arroz ya nombrado, que es un arroz de altura, de los palomares que desaparecieron.

Además de Gaig, en esa periferia que recibía a los gurmets imberbes y a los gurmets con sotabarba, las mesas barcelonesas balanceaban entre el clasicismo franco-catalán y una modernidad que sacaba la nariz con prudencia: Via Veneto, Reno, Eldorado Petit, La Dama, El Racó d’en Freixa, Ca L’Isidre, Azulete, Florián, Jaume de Provença, Neichel o La Odisea.

«Soy de fuego», dice el chef en referencia a que prefiere la llama a la inducción, es decir, la energía que se ve.

Nacido en abril, tenía 44 años en 1992 y ahora, en cálculo veloz a lo Carl Lewis, 74: «No quiero estar en las cocheras».

Quiere que la rodilla rule para regresar a La Boqueria, recuperarla: que Barcelona sea barcelonesa.






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